Gigante con pies de barro. Por Vicente Massot
La ola de violencia urbana que paralizó Sao Paulo, la ciudad más grande de América del Sur, es comentada por Vicente Massot, analista político, en un artículo para La Nación de Argentina.
Gigante con pies de barro
Por Vicente Massot
Si Brasil decidiera mirarse en el espejo -algo que seguramente hará, en atención al asalto que el crimen organizado enderezó contra su corazón productivo y político días atrás- la imagen que le devolvería el cristal sería menos la de un líder subcontinental indiscutido que la de un país aquejado por el brutal contraste entre su formidable pujanza económica y su notable incapacidad para monopolizar, estatalmente, el ejercicio de la violencia.
Gigante con pies de barro
Por Vicente Massot
Si Brasil decidiera mirarse en el espejo -algo que seguramente hará, en atención al asalto que el crimen organizado enderezó contra su corazón productivo y político días atrás- la imagen que le devolvería el cristal sería menos la de un líder subcontinental indiscutido que la de un país aquejado por el brutal contraste entre su formidable pujanza económica y su notable incapacidad para monopolizar, estatalmente, el ejercicio de la violencia.
Contra lo que de ordinario se estila decir respecto de sus índices de pobreza, exclusión y marginalidad social, no reside en éstos lo esencial del problema. Porque también son una realidad, en mayor o menor medida, en las otras tres naciones que han dado lugar al término BRIC -Brasil, Rusia, India, China- y, sin embargo, sería inimaginable que las mafias asiáticas paralizaran y pusieran bajo asedio a Moscú, Nueva Delhi o Pekín de la misma forma que lo han hecho, hace un año, poco más o menos, el Comando Vermelho, en Río de Janeiro, y ahora, de manera superlativa, el Primeiro Comando da Capital (PCC), en San Pablo.
Exagera, sin duda, el ex jefe de gabinete y hombre fuerte del presidente Lula, José Dirceu, al sostener que Brasil asiste a una guerra civil, pero no falta a la verdad al afirmar que el crimen organizado quiere imponerse como una fuerza paralela al Estado. La contienda de baja intensidad de tipo urbano que, sin prisa y sin pausa, viene desarrollándose en el vecino país desde hace años demuestra, al mismo tiempo, la endeblez del aparato de seguridad brasileño y la dimensión del desafío que, a expensas del mismo, ha decidido llevarle el PCC.
Aun cuando la ofensiva en la ciudad más importante de América latina, en términos económicos y demográficos, tuvo una componente de guerrilla urbana indisimulable, ese factor no parece ser determinante en la estrategia mafiosa. Es cierto que pone de manifiesto el poder de fuego de la organización y el grado de adiestramiento de sus cuadros para consumar exitosamente el propósito que se habían fijado. No obstante, el brazo militar responde a una directiva política.
Es conveniente, entonces, descartar cualquier teoría conforme a la cual el Comando Vermelho, el Amigo dos Amigos, el Terceiro Comando Puro y el Primeiro Comando da Capital son sólo sofisticadas bandas delictivas, de las muchas que en nuestros días pueblan esta parte de América y que, con distintos nombres y características, también aparecen en otros continentes. Al utilizar, pues, conceptos tales como guerrilla urbana, criminalidad organizada y guerra de baja intensidad, para enumerar los de mayor peso, hay que cuidarse de no incurrir en generalizaciones excesivas o reduccionismos absurdos.
Efectivamente, la muerte de 150 personas -un tercio, integrantes de la policía-, sin contar los asaltos y atentados de todo tipo registrados en San Pablo, fueron el resultado de una modalidad de lucha emparentada con la de los partisanos urbanos. Mas el PCC poco o nada tiene que ver con los movimientos irregulares revolucionarios que asolaron el subcontinente en las décadas del 60 y el 70 del pasado siglo. El Primeiro Comando no puede parangonarse ni con Al Capone ni con las FARC colombianas ni con el cartel de Juárez, ni tampoco con la Omertá italiana. Se desenvuelve conforme a una estrategia sin tiempo y es capaz de disciplinar, militarmente, a unos cuadros con la pericia suficiente como para poner en jaque a San Pablo, aunque ni por asomo se plantea la toma del poder político. Ello invalida cualquier paralelo que pudiera trazarse con organizaciones cuyo fin es disputarle el manejo de una nación al gobierno de turno. Pero si carece de puntos de contacto respecto del ERP, Tupamaros, Montoneros y el MIR, por su formación, estructura y alcances tampoco es semejante a los carteles criminales -el de Juárez, en México, o los de Cali y Medellín, en Colombia- de todos conocidos.
No es exagerado pensar que lo sucedido en San Pablo representa el mayor reto sufrido por el Estado brasileño en el último medio siglo, a condición de aclarar de qué se trata. Por de pronto, si las hostilidades se desataron cuando unos 800 presos -entre ellos buena parte de la cúpula del PCC- fueron trasladados a una cárcel de máxima seguridad y se llamaron a sosiego luego de un pacto gestado entre el gobierno paulista y los dos jefes principales de la insurrección, es pertinente reconocer que se le ha reconocido al PCC un status de legitimidad.
El Estado y el Primeiro Comando no son contendientes en igualdad de condiciones y nadie en su sano juicio podría comparar sus respectivos poderes. Sin embargo, esta particular expresión delictiva -en la medida en que controla casi todas las prisiones paulistas, que maneja un presupuesto de casi 500.000 dólares mensuales, que desde sus cuarteles generales en las distintas penitenciarías administra el tráfico de drogas, fulmina sentencias de muerte contra sus enemigos y ha montado una red de ayuda social para sus afiliados- le disputa al Estado parte de sus atribuciones. No pretende tomarlo por asalto -iniciativa por completo descabellada-, aunque arrastra el propósito de establecer una convivencia de hecho que el Estado brasileño, en teoría, no puede aceptar, si bien en la práctica no tiene más remedio que tolerar. En casos extremos, hasta le es menester pactar la enemistad con sus representantes. La principal causa de los topes a que ha llegado esta guerra no es la pobreza, ni la exclusión, ni la marginalidad -que resultan, sin duda, condiciones inmejorables para darle andadura al PCC-, sino la debilidad del Estado. En cualquier espacio político donde la violencia se privatiza en una magnitud como la evidenciada en San Pablo, la responsabilidad le compete al poder legal, cuya reserva estricta del ejercicio de la fuerza es la base de todo orden societario.
Si se analizan las palabras de "Marcola", uno de los cabecillas de la organización criminal paulista -en la entrevista que dio inmediatamente después de los episodios de público conocimiento- fácilmente se entenderá cuanto venimos diciendo en punto al poder paralelo que ha consolidado su comando, ante la impericia, desidia e irresponsabilidad del gobierno brasileño: "Quisimos que nos escucharan por las buenas. No lo hicieron y entonces tuvimos que llamar la atención. Ellos tomaron la iniciativa de trasladarnos y quebraron la ley, la Constitución".
Lo que parece una impertinencia de parte del capo mafioso, en realidad trasparenta, de manera brutal, unas reglas de juego tácitas que el crimen organizado da por buenas y pretende que tengan vigencia y se cumplan a rajatabla.
La gran ventaja con la que cuentan los comandos brasileños es que la capacidad del Estado paulista o carioca para eliminar las desigualdades, crear más empleos, educar a la población en edad escolar y reducir a niveles del Primer Mundo los índices de pobreza y exclusión, siempre será inferior a la rapidez de las mafias para sacar provecho de la situación. En el mejor de los casos, llevará décadas revertir la desigualdad social lacerante que existe en Río de Janeiro y en San Pablo. En tanto, el PCC acrecentará su poder sin solución de continuidad.
¿Qué hacer, pues? Descartada la idea de que la guerra está perdida y, por tanto, que lo que le convendría al Estado sería aceptar tamaña evidencia y convivir, más o menos civilizadamente, con las mafias, y puesta en su debido lugar la noción de que la contienda no tendrá fin en tanto haya una situación social escandalosamente injusta, sólo queda, de cara no a las próximas décadas, sino al aquí y ahora, repensar la respuesta estatal a un desafío de carácter excepcional.
El meollo de la cuestión es la debilidad del Estado. Mientras en términos de seguridad Brasil sea un gigante con pies de barro, la solución estará lejos.
Enlace: http://www.lanacion.com.ar/810301
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2 Comments:
Que falto de imaginacion poner un articulo de otra persona íntergro. Si no tienes nada que decir o comentar, no lo pongas.
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